INFORMAR


PERIÓDICO VIRTUAL SOBRE LA FACULTAD DE JURISPRUDENCIA Y CCPP DE LA UNIVERSIDAD CENTRAL
INFORMA SOBRE LAS ESCUELAS DE: DERECHO, SOCIOLOGÍA Y TRABAJO SOCIAL.

lunes, 10 de enero de 2011

LEJOS DE CASA PARA TRABAJAR


El frío de la madrugada congela los nervios de una persona. A pesar de esto, Mauricio Toaquiza, un jovencito de 13 años, melena negra, tez morena y sonrisa inquieta, se levanta a las 5 de la mañana para ir a trabajar. Toma el cajón de bolear zapatos, que la noche anterior, como todas las noches, alistó con tintes, de color negro, blanco y café, junto con cepillos, trapos y betún.

Sale de la casa de su tía, Vitoria Campos, ubicada en el barrio Buenaventura, al sur de la ciudad de Quito. Vive con ella, sus primos, tío político y una hermana de 18 años. Oriundo de la provincia de Cotopaxi, donde están sus padres y hermanos, vino hace tres meses para trabajar. Viste una chompa verde con capucha, calentador café, zapatillas y una gorra negra. Camina alrededor de 5 minutos, se detiene, un poco somnoliento, frota con una mano su cuerpo para apaciguar un poco el frío y con la otra sostiene el cajón de bolero. Espera el bus 15 de agosto, que lo llevará a su lugar de trabajo, la Universidad Central.

Como un estudiante que tiene que llegar puntual a clase de 7 a.m,  Mauricio baja apresurado del bus. Sube el puente peatonal, sujetando con fuerza el cajón de bolero, entre su brazo izquierdo y un lado de su delgado cuerpo. Con su mano derecha se ayuda a avanzar sujetando el barandal. Termina de cruzar el puente y se encuentra ya dentro de la Universidad. Su ruta ya está trazada, camina, sube cuatro escalones, camina, otros escalones más y ha llegado. La Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Políticas.

Se dirige al patio de la escuela de Derecho. Da una o dos vueltas. Los estudiantes no se sorprenden al verlo, cerca de dos meses y medio que lo ven a diario y se han acostumbrado a él. Lo saludan como a un amigo más.  “!Llegando temprano Mauro!” dijo un estudiante, que apresurado pasa junto a él y le topa el hombro. Mauricio solo sonríe,  levanta su brazo y mueve su mano tímidamente.
Al no ser solicitado por nadie, va a una de las bancas que están en el centro del patio. Sabe que si necesitan de él, profesores, estudiantes u otras personas, ahí lo verán con facilidad. Lo llamaran por un grito, silbido o simplemente se acercarán. 

Se sienta, pone a su lado derecho el cajón, sin dejar de sujetarlo con la diestra. Descansa el izquierdo sobre el espaldar de la banca, posa la mano suavemente sobre la morena mejilla y se hace presente un suspiro. Mira al cielo por unos segundos, sus ojos cafés titubean. Sacude su cabeza, de un lado a otro, estira los brazos hacía delante y los recoge hacía al pecho, acomoda su gorra y mira al frente. Se para, da una vuelta, pero nada, nadie lo solicita. Tiene que ser paciente y esperar, ya surgirá alguno. Con frecuencia diariamente logra obtener de $4.50 a $5, más o menos diez clientes diarios, entre estudiantes y profesores. Hay que esperar.

-Oye Mauro, ven. 

El primero. Visualiza de donde se produjo el grito y sale corriendo, balanceando el cajón. Llega, saca el diminuto banquito del cajón, lo alinea y se siente. 

        Ponga el pie- dice Mauricio. 

Abre la tapa del cajón y saca un trapo con el que quita el polvo al calzado. Luego, con un cepillo, de cerdas muy desgastadas, que introduce en un envase de plástico con tinta negra, embarra al zapato. Nuevamente el trapo. Introduce la mano en el cajón, la mueve un poco y saca el betún. Gira y retira la tapa. Embarra sus tres dedos, anular, medique e índice de betún para luego frotarlos en el calzado, por todo el calzado. Y, finalmente, otra vez, con el trapo lustra y saca brillo. El primer zapato está listo. Ahora el otro. Los mismos pasos: trapo, cepillo y tinta, trapo, betún y trapo. Ha terminado. 

Guarda todos sus instrumentos en el cajón. El cliente, que al parecer tenía una exposición importante, no dejó de leer unos documentos, mientras Mauro hacía su trabajo. Apresurado, sacó del bolsillo de su pantalón una moneda de $.050 y los puso en la mano del jovenzuelo, que previamente ya la había estirado. Mira por dos segundos la moneda y luego la guarda. Se para, pone el banquito en su lugar, toma al cajón por el mango y se va.

Ahora caminará por la escuela; si alguien lo llama, irá, si no, se sentará en una banca del patio, o tal vez se dé una escapadita e irá por otro lugar. Dará vueltas, correrá y caminará hasta las 5 de la tarde. De lunes a viernes, hasta la cinco. 

Son las cinco. No tiene reloj, ni pregunta la hora. Simplemente sabe que ya ha terminado el día de trabajo. Estira sus brazos, como si quisiera sacar todo el cansancio de su cuerpo. Camina lento, a diferencia de la mañana, sostiene ligeramente su cajón para ir a casa.

E.M

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